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El otoño de la democracia electoral

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LOS MAS de siete millones de ciudadanos que en las elecciones municipales del 28 de octubre último dieron la espalda al sistema político no son un producto netamente criollo. Sostengo la hipótesis de que estamos asistiendo, en el segundo decenio del siglo XXI, al fin del ciclo de las democracias electorales en cualquiera de las formas de gobierno heredadas del siglo XVIII.

 

La representación ha perdido gran parte de su sentido. Tanto en Europa como en Chile, los ciudadanos no se sienten representados y la mayoría se niega a participar en los comicios electorales, pues no está dispuesta a sellar un fideicomiso por cuatro años con políticos y gestores de quienes se sienten desafiliados y, además, le atribuyen todo tipo de latrocinios. La negación de toda representación por parte de Rousseau adquiere su vigencia en la debacle de la democracia electoral.

La abstención puede ser entendida de varias maneras: hay un porcentaje de gente que, una vez levantada la coerción respecto al hecho de no sufragar, tomó el camino fácil de realizar cualquier actividad distinta al repugnante hecho, según ellos, de elegir entre personajes de una cáfila de sinvergüenzas; hay otro porcentaje que, por distintas dificultades, no estaba dispuesto a hacer el esfuerzo de desplazarse para dar un voto sin significado; otro porcentaje que consideró que la súper oferta del mercado electoral ofrecía góndolas de productos de pésima calidad. Sea cual fuere la explicación, lo que está claro es que siete millones de chilenos marcan una desafección al sistema político, a la institucionalidad democrática y, por último, a las elecciones.

En la historia electoral de Chile hay un solo caso donde el porcentaje de abstención, aun cuando en menor medida, podría ser homologado con la actual debacle de la democracia electoral: en 1997. En las parlamentarias, en el gobierno de Eduardo Frei Ruiz-Tagle, se anunciaba la siguiente sangría electoral de la Concertación que vendría en el casi empate entre Ricardo Lagos y Joaquín Lavín. En ese entonces, sumados los votos nulos, blancos y abstención, un 45% del universo electoral manifestaba el rechazo al sistema político. En la actualidad es, aproximadamente, el 60% de abstención.

Es cierto que la abstención siempre ha sido mayor en las elecciones municipales respecto de las presidenciales y parlamentarias: en el período 1952-1973, el promedio en las presidenciales fue de un 14,7% de abstención; en las parlamentarias, un 25%; en las municipales, el 29%. El más alto porcentaje de abstención en municipales fue en 1956, en la decadencia del gobierno de Carlos Ibáñez, con el 41,6%.

El 60% de abstención actual, con un universo electoral de casi 13 millones y medio de ciudadanos, es una anomalía histórica que merece nuestra atención y análisis. Aunque se quiera esconder la realidad, el hecho es que después de varias décadas, la democracia electoral está cayendo en una plutocracia de castas que puede sobrevivir durante un tiempo, pero que finalmente tiene que explotar en una crisis sistémica de proporciones, donde la ciudadanía -aún no visualizamos cómo- termine con la representación fiduciaria y las formas elitistas de todos los sistemas electorales, sean estos mayoritarios, mixtos o proporcionales. Parece evidente que de no incorporarse elementos de democracia directa frente al elitismo de la democracia electoral, terminará por succionar todo el aporte y sentido de la democracia misma.

Marco Enríquez-Ominami
Presidente del Partido Progresista